martes, 13 de octubre de 2015

Despojo 30 - Comedia romántica - Por Carlos Álvarez Calleja

Original: http://calvarez-c.tumblr.com/post/131077835394/comedia-rom%C3%A1ntica

Jose va de un sitio a otro del recinto, se cruza y choca con caras desencajadas, bocas apretadas, cuerpos en movimiento iluminados por fugaces ráfagas de luz. Rebota de un lado a otro como si fuera una bola de billar. Quiere parar y sentarse, tomar conciencia; pero es incapaz. Además, no hay sitio. Cada milímetro del espacio por el que se mueve está ocupado por un cuerpo, una espalda, un torso; brazos alzados y piernas rápidas, tan fugaces como las luces que las iluminan. Da igual tener los ojos abiertos o cerrados. Los cierra. Sigue chocando. Su cuerpo llenándose del sudor de otros; del suyo propio. Suspira por un metro cuadrado libre. Sigue con los ojos cerrados. Ya no levanta los brazos al ritmo de la música. La escucha, pero le es ajena, como si fuera el hilo musical de una sala de espera. Un hilo musical estruendoso. Ahora se queda quieto. Se deja balancear por los tsunamis que surgen al ritmo de la música, de los bits encadenados. Sigue añorando un metro cuadrado libre. Se lo imagina fresco, de tierra húmeda, con olor a lluvia recién caída; un águila pasa por encima; el silencio es tal que casi puede escuchar el crepitar de los rayos de sol chocando en su piel. Necesita beber, pero no puede abrir los ojos. Mira hacia arriba: el águila sigue planeando, el sol cae con fuerza, cada rayo lo siente como un látigo que le atiza. El águila no es un águila: es un buitre. Cada vez planea más bajo, casi le roza. Se agacha e intenta escarbar. La tierra está húmeda. Si escarba mucho encontrará agua, el buitre se irá. Nota como algo le agarra de la camiseta. Es el buitre. Nota sus garras en la espalda; los arañazos. Se lo lleva volando. Ha oscurecido. Cree que es el final. De repente llueve; tanto que apenas puede respirar. El agua le entra por la nariz, por la boca. Sigue sujeto por el buitre. Huele a tierra mojada. Huele a su pueblo, a su abuelo. Casi es capaz de verlo. Estoy contigo, piensa. Ya he llegado. Ya está.

Ahora está sentado en un portal. Tiembla mientras fuma un cigarrillo. El pelo continúa húmedo. Mira al suelo fijamente; la boca cerrada: le duele la mandíbula. Da leves tragos a una botella de agua. A su lado nota una presencia.

—  Me llamabas Ceferino— dice una voz de chica.

—  Ya. Y antes creía que eras un buitre.

La mira de soslayo. Es morena y parece bajita; lleva unas gafas de pasta negras grandes, y una camiseta también negra; no lleva chaqueta, está curvada hacia delante, con los codos apoyados en las piernas, y nota su espalda al aire, ve algunos tatuajes, también en el brazo que está a su lado, que casi le roza. También fuma. Ambos apagan el cigarrillo en el suelo a la vez, como si estuvieran sincronizados. Jose tiene ganas de abrazarla; para entrar en calor, y porque la siente cerca. También se siente en deuda: le ha salvado de un mal viaje. Quiere abrazarla pero no sabe ni su nombre.

—  ¿Cómo te llamas?

—  Ceferina.

Se miran y sonríen. Por primera vez le ve los ojos: marrones tras las gafas negras. Es guapa, piensa, y me ha salvado.

—  Ana, me llamo Ana.

—  Yo soy Jose.

Enciende otro cigarrillo. Vuelve a beber agua.

—  Gracias, Ana— le dice sin levantar la vista del rojo incandescente del cigarro—.

Su corazón tiembla. Intuye que es por la droga, que todavía viaja por su cuerpo: a la motocicleta que le ha llevado a ver a su abuelo todavía le queda gasolina.

—  ¿Quién es Ceferino?

—  Mi abuelo. Murió hace poco.

—  Lo siento.

—  Ya… gracias.

No quiere que se vaya, pero no sabe cómo retenerla. Mira hacia el cielo para apoyar la espalda en la puerta del portal; ella le sigue en el movimiento, lo ve al mirarla de reojo. Siente vergüenza, o algo parecido; no puede girarse y mirarla, hablarle con normalidad. La mañana se está abriendo paso, la luz entra por el estrecho callejón. Unos metros más arriba, la gente entra y sale de la discoteca. Ríen, fuman, hablan.

—  Creo que me vendría bien comer algo. ¿Puedo invitarte a desayunar?

—  Lo siento: la comedia romántica no va a acabar bien.

—  Sólo un desayuno; te lo debo.

—  No hace falta. Hice lo que tenía que hacer. Estabas fatal.

—  Ya…

Siguen en silencio. Mira a Ana. Ella mira hacia la discoteca.

—  Solemos venir aquí. Nos ponemos hasta arriba. Hasta arriba. Perico, pastillas; todo lo que cae en nuestras manos, va para adentro. No nos preocupa nada. Así cada fin de semana. Cada noche me tiro a uno, en cualquier sitio. Da igual —Jose la mira: sus ojos están perdidos, mira hacia la discoteca; la observa como habla despacio, buscando las palabras, pensándolas; habla como si estuviera escribiendo, piensa Jose—. Esta noche era igual. Igual. La misma gente, la misma droga… la misma mierda. Los chicos que se me acercan, me soplan, me lamen el cuello, me meten pastillas en la boca, con los dedos, o con su propia lengua; yo las trago como podría tragar su semen —hace una pausa; Jose no dice nada, mira al suelo mientras fuma; no sabe qué pensar, qué decir; quiere excitarse, pero no es capaz—. ¿Sabes? —le mira a los ojos, Jose le sostiene la mirada—, he estudiado una carrera: Historia. Tengo una familia totalmente estructurada, culta, de clase media alta. Con mis padres iba al cine, al teatro, a cenar a sitios buenos; leía mucho, salía a bailar con mis amigas, ligaba, sí, pero algo light, muy soft… Yo no debería estar aquí; mi sitio es otro, no sé cuál es, pero es otro; no es este portal, esta calle. No sé qué busco. He decepcionado a todo mi entorno, y lo más curioso es que no sé por qué, por qué lo hago: ya ni siquiera me divierte. Salgo, me drogo: ya está. Lo hago. Y de repente te he visto a ti de rodillas en medio de la pista, rascando el suelo como si intentaras hacer un agujero. Mirabas hacia arriba asustado, como si te persiguiera algo. Joder, me he dicho, este tío va fatal. Nada más verte se me ha pasado el pedo; radicalmente. Entonces te he ayudado. Tenía que hacer algo contigo. Es como si al ayudarte me estuviera ayudando a mí misma, no sé si me explico: una especie de salvación, como si me redimiera de todos los pecados que he cometido, que han sido muchos.

Jose deja de mirarla. Se centra en la botella de agua. No sabe el porqué, y no sabe si será capaz de preguntarlo, de la confesión, pero le ha dejado atónito; le ha descolocado, como si la noche le hubiera puesto un desafío, algún enigma que resolver. Tiene una historia, piensa. Es joven, es guapa, es inteligente, y desperdicia su vida. Él no tiene historia; no desperdicia su vida, quizás porque no la tiene. Hace su vida, su vida plana: nada hay reseñable. Nació, creció, estudió, trabaja, se reproducirá y morirá. Nada más. Nada más allá. Ella en cambio ha roto con algo, piensa. Aunque dice que no encuentra sentido, para él lo tiene. Se ve incapaz a su lado; se siente mínimo, insignificante. Él sólo va a esa discoteca de vez en cuando, se droga de vez en cuando. Hoy lo hizo de forma exagerada tratando de desconectar, de esquivar una pena, de sobreponerse al dolor. El método ha sido erróneo, pero no es una rebeldía. Nunca lo ha sido en su caso. Una forma de ser, más bien, de estar en el mundo: emborracharse con frecuencia, drogarse de vez en cuando, intentar ligar. Es lo que se espera. Tendrá hijos, se casará; se enamorará. ¿Es la vida de ella el reverso?, se pregunta, ¿ese tipo de vida es lo que le espera si rompe? ¿Hay otra salida, un plan C? No lo sabe. No quiere saberlo, se teme. La vida se le va, siente en ese momento. Bueno, qué se vaya.

Siguen en silencio. No se miran.

—  ¿Puedo apoyar la cabeza en tus rodillas?—le pregunta Jose—.

—  Sí, si quieres…

Apoya la cabeza. Su mirada se queda fija en la acera, las rodillas juntas, las manos entre las piernas. La posición fetal le hace sentirse cómodo. Suspira. Ella le acaricia el pelo.

—  Voy a imaginar que estamos enamorados. Que hemos vencido—dice Jose—.

—  El final feliz de la comedia romántica.


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